Una de las razones que explican el crecimiento de la pobreza en los países desarrollados es la importancia creciente de los movimientos de inmigración, en una buena parte de los casos, ilegal.
Efectivamente, muchos de estos nuevos pobladores, mayoritariamente en destinos urbanos, se ven rechazados por una sociedad racial y culturalmente diferente, que les asigna casi siempre los trabajos despreciados por su propia población, cuando no les cierra totalmente las puertas del trabajo legal, lo que les obliga a actividades ilegales o de economía sumergida: venta ambulante, mendicidad, prostitución, tráfico de drogas, etc.
El rechazo social y la falta de expectativas marcan a estos colectivos compuestos no solo por población extranjera inmigrante, sino también por grupos diferentes desde el punto de vista étnico, como los gitanos en Europa o los negros en América1 o social, como las personas mayores con pocos recursos.
A esa marginación étnica y social hay que añadir, además, la correspondiente al género, pues se calcula que aproximadamente dos tercios de los pobres del mundo son mujeres.
A finales del siglo XX en la Unión Europea había más de cincuenta y dos millones de pobres. El problema alcanza especial intensidad en los países del sur (Italia, Portugal, España y Grecia) e Irlanda. Los colectivos más afectados son los jóvenes, las mujeres y los ancianos.
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